La benevolencia es el acto de practicar la buena voluntad y generosidad con los demás. Es sinónimo de benignidad, por lo que se encuentra entre los frutos del Espíritu Santo presentados en Gálatas 5:22. Siendo parte de estos frutos, los cristianos practicamos la benevolencia de forma voluntaria, entusiasta y natural, pues el Espíritu Santo está en nosotros y produce en nosotros conforme a lo que fue sembrado, así como las semillas de manzana producen manzanas y no naranjas. Esto concuerda con el fruto del amor producido por el Espíritu. De modo que, amamos a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos, reconociendo que es imposible amar a Dios si no amamos al prójimo. Cuando este amor está en nuestros corazones también trae la benevolencia y hace que nos importe la situación de los demás, al punto que se convierte en algo prioritario para nuestras vidas y nos mueve a buscar soluciones satisfactorias, en consonancia con 1 Juan 3:17 que enfatiza: «Pero el que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él?».
El llamado de Dios a ser benevolentes atraviesa toda la Biblia. En el Antiguo Testamento aparecen citas donde nos llama a esta práctica. Un ejemplo es Levítico 19:9-10 y 23:22, donde Dios ordena a Israel a ayudar al prójimo, sea israelita o extranjero, mediante dejar frutos sin cosechar o los que caían al suelo, para que así los pobres encontraran frutos y satisficieran sus necesidades. En el

Nuevo Testamento el Señor sigue exhortándonos a ser benevolentes, manifestándose en el cuidado a las viudas, a los huérfanos y a cualquier necesitado (Santiago 1:27, 2:15) y no solamente orando por la solución (Santiago 2:15-16).
El ministerio de benevolencia fue practicado en la iglesia primitiva ayudando a hermanos locales y no locales. La Biblia (Hechos 2:44-45, 4:32-37; 6:1-6) nos muestra que las personas de aquellos tiempos vendían sus heredades para ayudar, y Hechos 4:32 dice que eran «de un corazón y un alma; y ninguno decía ser suyo propio nada de lo que poseía, sino que tenían todas las cosas en común». La ayuda también se extendía a hermanos de otras iglesias. Por ejemplo, desde Antioquía se colaboró con los hermanos que estaban en Judea (Hechos 11:27-30), desde Macedonia y Acaya se envió ayuda a los hermanos que estaban en Jerusalén (Rom. 15: 26-27), entre otros.
La iglesia local debe continuar con este tipo de ministerio. La benevolencia debe extenderse a todos según las posibilidades y sin cansarnos, pero teniendo en primer lugar a la familia de la de fe (Gálatas 6:9-19). Hay que trabajar en la creación de programas o departamentos para atender las necesidades de viudas, huérfanos, enfermos, hambrientos, ancianos, entre otros, y debe practicarse de manera individual y congregacional, según sea el caso y las posibilidades de colaboración. Hablando de la manera individual, 1 Timoteo 5:16 nos dice que debemos hacerlo para no cargar mucho los fondos de la iglesia. Otra forma podría ser mediante la creación de fundaciones que logren adquirir más recursos para cumplir la misión.
El extender la benevolencia a los no creyentes, además de ser un acto de amor, puede contribuir a que algunos conozcan a Dios. Sabemos que en ocasiones personas iban detrás de Jesús por cosas
materiales y no porque querían una relación con Él como su Señor y Salvador (Juan 6:26). El Señor les aconsejó buscarle no por lo pasajero, sino por lo eterno (Juan 6:27). Pero cada persona es diferente y practicar la benevolencia es efectiva en ciertos individuos en cuanto a lo espiritual, pues la Biblia expresa que nuestras buenas actitudes pueden contribuir a que otros busquen de Dios (1 Pedro 3:1-2). Si junto a la predicación del evangelio mostramos amor a los demás mediante ayudas materiales, muchos comprenderán que el amor que predicamos es real y práctico (Juan 13:34-35) y no solamente teórico. Esto podría impactarles positivamente. Por tanto, la Iglesia debe velar por cumplir con este acto de benignidad con creyentes y con no creyentes según las posibilidades.
Aunque la acción de ayudar no debe realizarse esperando algo a cambio, hacerlo produce beneficios. La Biblia establece que el que sacia al hambriento será saciado (Proverbios 11:25); que la persona generosa será bendita (Proverbios 22:9); y que hacer favores al necesitado es como hacérselo a Jesús (Mateo 25:35-45). Y, en el mismo orden que la Biblia explica que el que da al pobre no tendrá pobreza, también dice que negarse a hacerlo, teniendo las posibilidades de hacerlo, tendrá muchas maldiciones (Proverbios 28:27). Por consiguiente, debemos siempre actuar por amor, y esta buena acción trae resultados satisfactorios para los diferentes actores.
Por Rev. Dra. Mayelyn Mateo de Aria










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